Edgar
Soberón Torchia
«La obra del siglo» (Cuba-Argentina-Alemania-Suiza, 2015) de Carlos Quintela. 101'. B-N/Color. En español y ruso.
A
pesar de su disposición jovial y personalidad diáfana, con Carlos Quintela, las
cosas no son «fáciles»: su flujo de ideas es coherente, pero al adepto a las
lecturas epidérmicas le puede resultar un poco complejo. "La
piscina", su ópera prima, parecía el simple relato de un día de verano en
la vida de cinco personajes que coincidían en una pileta, pero había más, desde
hilos dramáticos que no se evidenciaban con los acostumbrados recursos de la
narrativa cinematográfica, hasta una calculada estrategia para filmar la
sencilla trama.
Ahora
en su obra siguiente, "La obra del siglo", la complejidad es
evidente, es parte intrínseca e integral del paquete completo. Obra ambiciosa,
a veces hasta excesiva y apabullante, es una constatación tanto fríamente
objetiva como dolorosamente sentida de la futilidad de las obras humanas, erigidas
a espaldas de las necesidades reales de las mayorías.
A
cualquiera que lea mi resumen, le puede sonar a retórica: sin embargo, Quintela
pone sobre la mesa la fracasada y truncada edificación de una metrópoli
nuclear, en medio de la escasez y las limitaciones del entorno. Al final de la
película, la palabra que surgió en mi mente fue «escombros», porque, aunque,
como extranjero, ame al pueblo cubano, aunque le deba desde cariño hasta
conocimientos, pasando por salud y un alto sentido de dignidad continental, lo
que queda expuesto es la falta de previsión y humanismo esencial en acciones
que se disfrazan de monumentos al bienestar colectivo.
Todo
esto está expresado a través de dos niveles básicos: primero, el remontaje de
imágenes de archivo del verdadero proyecto, la «obra del siglo» llamada Ciudad
Nuclear en la provincia de Cienfuegos. Allí el gobierno cubano inició las obras
de una planta en la década de 1980, con participación de asesoría y capital
soviéticos. Sin embargo, las obras quedaron inconclusas al desintegrarse la
Unión Soviética y caer el muro de Berlín.
Las
imágenes están acompañadas por sus propios sonidos, cargados de la usual
demagogia de los productos institucionales de cualquier país, con la agenda
explícita de convencer al pueblo de que necesita algo, en este caso, una planta
nuclear, aunque sin duda el locutor sabía que más falta le hacía una manera más
decorosa de vivir, en medio del bloqueo externo (de casi todos los países del
planeta, no nos engañemos, que el bloqueo no sólo ha sido de Estados Unidos),
mala administración y corrupción internas y más de un siglo de adoctrinamiento
político y cultural (precisamente, a través de los medios) de masas y élites
terrestres, alineadas con la ideología del «American way» y que comulgan con la
falsa idea de que los gringos son «lo más grande».
De
manera orgánica, se incorpora el segundo nivel, la ficción en torno a tres
sobrevivientes del proyecto global de la revolución cubana, visto desde tres
perspectivas: la del abuelo ruin y desalmado (Mario Balmaseda), que vivió
capitalismo y socialismo, y que ilustra la típica petulancia y arrogancia
falócrata que han heredado muchos cubanos, por el simple hecho de haber nacido
varones; la del hijo frustrado (Mario Guerra), ingeniero educado por esa revolución,
descreído testigo del descalabro de una obra que era la suya propia, al poner
todas sus esperanzas en la Ciudad Nuclear, la cual, paradójicamente, le llevó a
una porqueriza; y la del nieto anodino (Leonardo Gascón), un ente en blanco,
que ha roto con su mujer, busca refugio y sólo encuentra expresión vital en sus
tatuajes, su viejo celular y el onanismo.
A
diferencia del relato lineal y sin bifurcaciones de "La piscina", y
luego de que el montaje del filme pasara por varias manos hasta que Quintela
hallara en Yan Vega a la persona que le diera coherencia a las ideas que tanto
él como el guionista Abel Arcos Soto plasmaron sobre papel, en sus cabezas, en
conversaciones o en improvisaciones durante el rodaje, en esta ocasión la
estructura está abierta a otros elementos que, sin perder cohesión, enriquecen
la fibra del discurso: canciones de letras cursis; personajes como el fumigador
(Jorge Molina, en una de esas participaciones llenas de ingenio, a las que nos
tiene acostumbrados, aún en roles pequeños), la maestra de ruso, la cantante
operática y la novia motorista gorda; e inclusive el deterioro del material
videográfico, la ruina del registro electrónico en U-Matic, que deviene
componente totalmente elocuente y pertinente con el tema tecnológico en cuestión.
A
este material, hay que añadir la inclusión de una escena del filme "De
cierta manera", de Sara Gómez, que interpretó Balmaseda hace 40 años, que
no sólo da una visión integral del abuelo, sino de ese sentimiento que todos,
en algún momento y frente a los cambios, experimentamos: miedo. Cuba llegó al
punto en que necesita también confort como elemento clave para una vida digna y
feliz, casi como requisito básico de la estética de la vida y no como capricho
pequeño-burgués.
Carlos
Quintela sabe transmitirnos ese feo paisaje de la carencia y la ruina, a través
de las bellas imágenes monocromáticas registradas por el cinematografista
húngaro-boliviano Marcos Attila; y con ellas, se apunta nuevamente un logro
mayor en su filmografía y hace otro aporte significativo al cine de Cuba.