Palabras para el catálogo de la Exposición "Viaje al paraíso" de Agustín Bejarano con motivo de la XII Bienal Internacional de la Habana.
El viaje como dilema.
David Mateo.
Agustín Bejarano ha protagonizado una
trayectoria atípica dentro del movimiento plástico cubano, ya lo he afirmado en
otros textos y circunstancias. Experimentó los cambios, las transiciones
artísticas no como hechos recurrentes, sino como verdaderas obsesiones, mientras
que el contexto parecía estar más interesado en la anuencia de determinados procedimientos
y enfoques, más concentrado en tipificaciones visuales que respondían puntualmente
al circuito promocional y sus instancias legitimadoras. Ese posicionamiento
atípico, que involucró por igual el trabajo con el grabado y la pintura, me ha hecho
sostener la idea de que su nombre podría incluirse en esa reducida lista de
artistas, cuya trayectoria puede ser documentada y valorada al margen de condicionamientos
epocales o modismos, solo privilegiando la correspondencia entre las
fluctuaciones existenciales, sensitivas del autor, y las contingencias que
inducen sus artificios representacionales.
Bejarano ha sido de esa clase de
artista que, por más que se esfuerce en exponer sus puntos de interconexión generacional,
siempre deja entrever en su obra una tendencia a la introspección espiritual, el
soliloquio.
Curiosamente, casi todas sus variables iconográficas
han rebasado los instantes iniciales de la sospecha, de la duda, y reconquistado
por si solas, sin la influencia de ningún otro aspecto extrartístico, la
atención pública de la crítica y del circuito promocional y especulativo. Pocos
son los creadores que han exhibido en su patrimonio un espectro tan diversificado
de propuestas visuales, acatadas casi en su generalidad por el medio cultural, propuestas
que han ido desde la implementación de un dibujo figurativo, minucioso, hasta el
empleo de una composición de trazos o pinceladas abstractas, expresionistas.
No
quiere decir que en el conjunto de sus obras no se reconozcan modos o procesos equiparables,
pero desde el punto de vista temático, estructural, ellas exhiben un nivel de distinción,
de contraste, que las hace parecer diferentes unas de otras. Cualquiera que no
conozca a Bejarano pudiera pensar que algunos
grupos de obras concebidos por él a lo largo de su carrera, como Huracanes, Brisas del alma, Paisaje y naturaleza
muerta o Tierra Húmeda, fueron
realizados por autores supuestamente distintos. Algunos pueden llegar a pensar que
la garantía de ese reconocimiento público ha dependido solo de sus habilidades
técnicas, de la celeridad y profusión de sus
métodos creativos, pero yo diría que son consecuencia directa del
sentido de osadía, del estado de descomprometimiento y riesgo conque ha asumido
los procesos creativos y la interacción con sus potenciales receptores.
Una vez intenté cuantificar el número de
series que es capaz de producir en un periodo de tiempo dado. Tomé como límite
de referencia desde el año 1998 hasta el 2002, y el análisis arrojó un balance de
dos series por año, en ocasiones hasta más. El único conjunto en el que estuvo
consumiendo más tiempo del acostumbrado fue Los
ritos del silencio (incursionó en él, de manera intermitentemente, durante
casi 10 años). Según como yo lo aprecio, se trató de un retardo, de un aplazamiento
creativo que tuvo varias causas, pero creo que la más significativa era la
existencial.
Esta es una apreciación que he podido corroborar incluso en
conversaciones con Bejarano, y aseguraría que es una serie que él pudiera
evocar con cierto pesar. En una ocasión afirmé que en Los ritos del silencio se estaba sintiendo ya la gravidez desmedida
del caos, de la desolación.
Analizando fríamente la serie, sobre
todo las obras de los últimos años, podría atreverme a especular que tras ella se
estaban acumulando las sensaciones de displicencia, de ambigüedad existencial
del artista, aunque todo estuviera simulado tras una metáfora de carácter social
y filosófico.
En el conjunto se estaba descubriendo la remoción de ciertos pilares
motivacionales, se verificaba la congestión de un grupo de disyuntivas que el
artista no parecía poder afrontar y disolver de manera expedita como era su costumbre,
a juzgar por las alegorías visuales de otras épocas, su grado de presunción y realce.
Quizás no tuvo la sagacidad para detectar el lapso preciso de tiempo en el que
debía afrontar y solventar esas disyuntivas (asociadas posiblemente, incluso, a su estadio consumado de gloria y
beneficio). O tal vez decidió resignarse, confiar en que la vida se lo
indicaría de manera providencial. De todos modos, hay que decir que se sentía con
mucha fuerza aquella impresión de descolocación y zozobra en las obras de la
serie, el impacto de las situaciones aciagas que ellas venían arrastrando, y lo
comentamos, incluso, entre varios colegas. Yo apenas tuve la oportunidad de expresárselo
a Bejarano. Cuando intenté hacerlo con sutileza, casi entre líneas, en aquel
catálogo de su exposición de galería Habana en el año 2010, resultaba demasiado
tarde, o al menos eso comprendí después.
Se requería otra experiencia de conmoción,
de desgarradura, una voz o una figura súbita de contrapartida, para que Bejarano
pudiera rebasar los estados anímicos y argumentos
retóricos de esta serie. Pero nadie podía imaginar -ni aún aquellos que estuvimos
cerca de su obra- que ese proceso se postergaría forzosamente por 3 años más, y
que el artista estaría a punto de vivir una situación adversa, lamentable. Por
supuesto, no pretendo insinuar con ello que aquellas percepciones recibidas de
la serie Los ritos del silencio pudieran
tomarse como augurios del nivel de complejidad del hecho, pero tampoco creo que
deberíamos dejar de especular sobre la relación de causalidad que en
determinada medida pudo haber existido entre ambas circunstancias.
Lo curioso e inesperado es que allí, en
esa dramática situación donde cualquier otro creador se hubiera detenido por
completo y para siempre, Bejarano encontró pretextos para su producción artística. El esbozo, el
dibujo, fueron asideros idóneos mientras permanecía retenido fuera de Cuba,
vehículos de intermediación con aquellos intereses y afectos que seguían supuestamente
aguardándole en la isla, señales apremiantes, mensajes dirigidos hacia un grupo
de destinatarios inciertos, al parecer más vitales en su mente que en la
realidad. No en balde casi toda la obra producida entre los años 2011 y 2013 posee
ese matiz de testimonio nostálgico, de crónica introspectiva, o al menos una
buena parte de ella que fui constatando a través del correo electrónico.
Como quien intenta ahora registrar la
trascendencia, la magnitud de lo cotidiano, de lo aparentemente intrascendente,
como quien trata de hacer una descripción activa de todo lo que estuvo a punto de
extraviar o perder, Bejarano se ha sumergido en un nuevo grupo de obras,
titulada Viaje al paraíso. La
peculiaridad de esta serie pictórica, que Bejarano necesita con urgencia poner
a confrontación, se establece a partir de dos tendencias esenciales. La primera
de ellas es aquella que precipita el intercambio, la mezcla de casi todos los
procedimientos técnicos y alternativas iconográficas concebidas a lo largo de
su carrera, incluyendo la acción moderadora de los artificios gráficos. Más que
un ejercicio de búsqueda, de experimentación, como los que habíamos visto con
anterioridad en sus obras, detectamos un interés de inventario valorativo y reubicación.
La segunda tendencia tipificadora de la
serie es aquella que viabiliza la convergencia entre el trance místico y el erótico.
Una relación que, aunque había tenido un amplio abordaje en otros momentos
anteriores de su quehacer artístico, se representaba sin embargo de una manera
más disimulada, distendida. Se siente mucho más enfática ahora la beatificación
simbólica del acontecimiento erótico y sus alternativas de incitación, una
voluntad que inmiscuye como nunca la relación reverencial del autor con la
figura femenina. Hay obras en las que las mujeres, convertidas en ángeles, exageran
los gestos y rasgos físicos de su sensualidad hasta el límite de lo grotesco,
trastocando las bases de su condicionalidad (me refiero a Yerbas en el camino y Desangelización), y otras en las que las
imágenes femeninas muestran sus atractivos, el ardid de sus tentaciones, de
manera obvia, elocuente (Paisaje en el
camino, Remeras). Podríamos pensar que se reproducen o recrean en algunos
cuadros modelos cercanos o conocidos por el artista.
La percepción de lo paradisíaco es
adoptada entonces desde una perspectiva menos idílica, más terrenal, es
representada como un estado permanente de seducción y placer, es imaginada como
un espacio privado para la veneración y el refugio. No sería ilógico imaginar -y
es algo sobre lo que Bejarano ha de tener plena conciencia- que ese abordaje paradójico,
un tanto sedicioso, de la noción de paraíso, aun cuando responda a una
interpretación estrictamente personal, podría encontrar determinada resistencia
en algunos espectadores, incluso en aquellos que un día le mostraron su
incondicionalidad. Ese es uno de los principales dilemas que ha de estar
dispuesto a afrontar en la explicitación actual de sus alegorías.
La frase que da título a las piezas, y
que supone una travesía o viaje hacia un estado idílico de bienestar, presupone
por si misma una concepción reinventada de oportunidad, de reinserción en el
contexto, menos apesadumbrada o dramática de lo que algunos esperaban después
del incidente vivido por el artista. Tengo la certeza de que Bejarano experimenta
con arrogancia la plenitud de un derecho, de una potestad de creación, que sabe
muy bien no todos estarían dispuestos a complicitar. A veces me pregunto si esa persistencia, esa arrogancia, sería compulsada
desde el sujeto artístico, intelectual, o desde el espíritu mismo de la práctica
creadora, su inercia irrecusable, y si pudiéramos definir con exactitud qué
cuota otorgaríamos a ellos de reproche y conmiseración.